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Desigualdades estatales en salud: una deuda estructural del federalismo mexicano

  • Foto del escritor: Julio Alberto Martinez Cisneros
    Julio Alberto Martinez Cisneros
  • 30 abr
  • 3 Min. de lectura
Imagen generada con inteligencia artificial.
Imagen generada con inteligencia artificial.

En México, el derecho a la protección de la salud, consagrado en el artículo 4° constitucional, debería representar una garantía universal. Sin embargo, la realidad muestra que el acceso y la calidad de los servicios sanitarios dependen en gran medida de la entidad federativa en la que se habita. Esta disparidad, persistente y estructural, evidencia una tensión no resuelta dentro del modelo federal mexicano: mientras la ley establece un sistema de competencias compartidas, la práctica revela una notable desigualdad entre estados, influenciada por factores políticos, administrativos y presupuestarios.



 

Durante la pandemia de COVID-19, esta fractura institucional se volvió más evidente. La falta de directrices claras y consistentes desde el gobierno federal llevó a que muchos gobiernos estatales actuaran por cuenta propia, generando respuestas dispares ante un problema común. Algunos, como Jalisco o Nuevo León, implementaron medidas proactivas de mitigación, mientras otros optaron por seguir estrictamente las orientaciones federales o incluso minimizaron la gravedad de la crisis.

 

El Dr. José Guillermo Vallarta Plata, en su análisis sobre la actuación del gobierno jalisciense durante la pandemia, destaca cómo esta descentralización de facto obligó a los estados a tomar decisiones que, si bien respondían a necesidades locales, también ponían en evidencia la falta de coordinación y rectoría efectiva del sistema nacional de salud (Vallarta Plata, 2021). Esto reveló una paradoja: los gobiernos estatales tienen la responsabilidad de implementar políticas sanitarias, pero carecen de la autonomía financiera y técnica para hacerlo de manera equitativa y sostenida.

 

Lo anterior se traduce en una atención médica desigual: estados con mayor capacidad administrativa, redes hospitalarias más robustas y liderazgos políticos con visión sanitaria han podido desarrollar modelos más eficientes, mientras que otras entidades enfrentan limitaciones severas, sin importar que compartan la misma base normativa. En este contexto, el derecho a la salud se convierte en una experiencia territorialmente desigual.

 

Si bien la Ley General de Salud plantea un esquema de concurrencia, en el que federación y estados colaboran en la prestación de servicios, este marco no ha sido suficiente para garantizar una ejecución uniforme. La ausencia de mecanismos obligatorios de coordinación y evaluación, sumada a la politización del sistema, ha dejado espacios vacíos que cada estado interpreta y llena según sus posibilidades y prioridades.

 

Para corregir esta situación no basta con una recentralización autoritaria. Tampoco es viable una descentralización sin reglas. Lo que se necesita es un federalismo sanitario funcional, con claridad en las competencias, suficiencia presupuestaria y mecanismos de colaboración vinculantes. Un modelo que reconozca la diversidad regional, pero que asegure el cumplimiento mínimo de estándares de calidad y acceso para toda la población.

 

Además, debe fomentarse la innovación en el nivel local. Muchos municipios cuentan con servicios médicos propios que, pese a sus limitaciones, tienen potencial para formar parte de una red integrada de atención. Darles un lugar más activo en la planeación y provisión de servicios puede ser clave para ampliar la cobertura y responder con agilidad a las emergencias sanitarias.

 

La salud no puede seguir sujeta a la ideología del gobierno estatal en turno. La equidad en el acceso, la oportunidad en la atención y la calidad del servicio deben ser garantías para todos, no privilegios para algunos. Si el federalismo ha de seguir siendo la vía institucional de nuestra democracia, debe traducirse también en una política de salud justa, articulada y sostenible. La pandemia nos ofreció una lección costosa. Ignorarla sería una irresponsabilidad histórica.

 

Referencias:

 

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