Hegemonía partidista: ¿fuerza transformadora o fragilidad dispensable?
- Julio Alberto Martinez Cisneros
- 2 jun
- 3 Min. de lectura

México vive un momento singular en su historia democrática: un solo bloque político ha logrado concentrar el control del Ejecutivo, el Legislativo, y —a partir de la reciente reforma judicial— influir decisivamente sobre el Poder Judicial. Este fenómeno no es nuevo en la historia política del país ni exclusivo de su coyuntura presente. Se trata de un caso de hegemonía partidista, es decir, de una estructura de poder en la que un solo partido o coalición domina las principales instituciones del Estado.
En los espacios académicos, esta condición suele generar tanto esperanzas como alertas. La hegemonía puede ser funcional para aplicar reformas profundas sin obstrucciones legislativas, pero también puede derivar en una desinstitucionalización progresiva, debilidad democrática y concentración de decisiones.
¿Qué es una hegemonía partidista?
Inspirándonos en autores como Antonio Gramsci, podemos entender la hegemonía no solo como control político, sino como capacidad para construir consenso y legitimidad duradera [1]. No obstante, cuando una fuerza partidista acumula poder sin contrapesos, ese consenso puede volverse imposición; y la legitimidad, rutina electoral.
El reciente proceso de elección judicial en México, con una participación menor al 13%, ha evidenciado que la dominación institucional no necesariamente implica respaldo ciudadano. Este tipo de disonancias entre poder formal y legitimidad social son síntomas comunes en contextos de hegemonía partidista prolongada.
El riesgo de la fragilidad bajo el peso del poder
Paradójicamente, una fuerza política que lo domina todo puede ser también una de las más frágiles. Cuando no hay oposición efectiva, los errores de gobierno ya no tienen a quién atribuirse. Cuando no hay mecanismos internos para procesar el disenso, las tensiones se desbordan. Y cuando el respaldo ciudadano se debe más al rechazo de opciones anteriores que a la construcción de una identidad sólida, el desgaste es más veloz.
Así, los riesgos no son exclusivos de un partido en particular, sino propios de cualquier estructura de poder que deja de percibirse como transitoria y se asume como permanente.
Lecciones desde América Latina
Para entender el comportamiento de las hegemonías partidistas en entornos democráticos, es útil mirar más allá de nuestras fronteras. Ejemplos recientes de América Latina muestran que el desgaste de partidos dominantes suele ser abrupto cuando su fuerza descansa más en liderazgos personales que en estructuras sólidas.
Perú: Pedro Castillo alcanzó la presidencia como alternativa radical al sistema, pero su propio partido lo desestimó a los pocos meses, revelando la debilidad de su base [2].
Ecuador: El correísmo, con una hegemonía clara durante una década, sufrió rupturas internas tras la salida de Rafael Correa, demostrando que el poder sin renovación institucional es insostenible [3].
Bolivia: El MAS, partido hegemónico desde 2006, enfrentó una crisis en 2019 tras una reforma judicial poco legitimada y tensiones acumuladas, mostrando los límites del control prolongado sin adaptabilidad [4].
Estos casos se mencionan no como analogías forzadas, sino como espejos útiles: muestran que el poder acumulado, cuando no se encausa en una lógica democrática deliberativa, tiende a volverse contra quien lo ostenta.
Redes sociales y el acortamiento de los ciclos políticos
Un elemento nuevo en las democracias contemporáneas es el papel de las redes sociales, que han acelerado los ciclos de apoyo, rechazo y desgaste político. El dominio narrativo ya no es exclusivo de los medios tradicionales, y los errores de gobierno circulan tan rápido como las promesas.
Esto obliga a cualquier partido dominante a reformular su narrativa constantemente, rendir cuentas de manera más transparente, y aceptar que la lealtad ciudadana ya no es automática ni ideológica, sino evaluativa.
La hegemonía partidista no es en sí misma un problema. El problema aparece cuando se asume como irreversible, cuando se desactiva el disenso, y cuando la democracia se reduce a una mayoría constante sin diálogo. Hoy, más que nunca, el reto no es ganar elecciones, sino transformar el poder en gobernanza legítima y sostenible.



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